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Sollers, el placer de vivir por Jacques-Alain Miller

por 12/05/2023mayo 15th, 2023No Comments

Esta instantánea que hace JAM de Philippe Sollers es clave, subrayo este pasaje donde el que se autoriza de sí mismo (y de algunos otros -Lacan dixit-), en el caso de él: su gusto por cómo escribir o decir las cosas de cierta manera. O sea, el autor se traza con el estilo, sin ser un producto, uno más de la Universidad o el mercado del saber.

“Como venía de otro sitio, los xenófobos se le echaron encima. Dado que no era de ninguna Academia, sólo se tenía a sí mismo y sus trucos para oponerse. Estaba constantemente en guardia. Ni un temblor del mundo literario que él debía observar con ninguna lupa. Siempre despierto, nada escapaba a su vigilancia, consultaba los tratados de los estrategas chinos y trazaba sus planes. Fuerza intrigas y tretas. Era porque hacía la guerra, la del gusto, como la llamaba tan acertadamente. Cuando empezó, había reunido a su alrededor a una brigada, pero rápidamente se disolvió. Lo cierto es que no tenía tropas. “Tan solo como he estado siempre en mi relación con la causa analítica…”, escribió Lacan. La palabra era cierta para él: llevaba solo su barca” (JAM).

César Mazza

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Sollers, el placer de vivir por Jacques-Alain Miller

Asociar su nombre y la muerte! Qué disparate. Yo sólo le había visto feliz, burlón, desgarrador, ágil, paradójico, ignorando el descanso, siempre al ataque. El humor, la depresión, la nostalgia, el sufrimiento moral, le eran extraños y le despertaban todas sus mordacidades.

Se presentaba con agrado como el poseedor de conocimientos secretos sobre los trasfondos de las noticias, las ruinas de la época y las maniobras de los poderes ocultos. Ciertamente, tú, tan entendido como eras sobre la verdad de las cosas, no podías desconocer ese saber. Compartiste con el descifrador esas verdades escondidas de lo común. Así que él no tenía que decirlas, sólo tenía que hacer un guiño. Enseguida se estableció con él una complicidad silenciosa, una complicidad de cognoscentio. Si fingías no entender nada, él levantaba las cejas, no podía creerlo, quedaba decepcionado, y tú caías, y él se volvía cáustico. Lo dabas por sentado, y la próxima vez, ya no te resistías. Así que unos minutos con él eran como una fiesta, una fuente de la eterna Juventud.

Y no crea que sus misterios eran sólo mistificaciones. Lea más bien Littérature et politique, que reúne sus columnas del Journal du dimanche: es una especie de Reverso de la historia contemporánea, se dedicó con destreza al arte de revelar la parte escondida de las cartas.

¿Cómo es que ese genio burlón cayó durante tantos años bajo el pulgar de un triste mentor, que quería ser su director espiritual en el campo literario? Se liberó de ese vínculo maligno cuando dejó Seuil atrás para unirse a Gallimard. Entonces salió, esplendoroso, Femmes, el Te Deum de su emancipación. “Es el momento de hacer una obra”, me dijo cuando me invitó a seguirle, con los seminarios de Lacan de los que yo era responsable.

Decían que era oportunista, inconstante, un camaleón, sin fe ni ley, y sin duda prestó su flanco a estas difamaciones. Sin embargo, ¿quién era más fiel que él? No hablemos de sus mujeres, que eran dos. Pero Heidegger, sin embargo. Pero Lacan, precisamente. Nada le distrajo de ellos. Sobre todo, seguía un hilo que no soltaba, y era el de la literatura. A los cinco años, nos contaba, exclamó asombrado: “¡Sé leer!” Entonces se manifestó su vocación: daría a leer, sabría escribir, tenía el don, que le fue reconocido desde el primer momento. Después de años de esconder este don, haciendo de Flaubert trabajando con la frase, decidió dejar vía libre a su prodigiosa facilidad y convertirse en sí mismo, un caballero que dirige sus asuntos a toda velocidad. “Rápido y bien”, tomó su lema a Gracián. Se reconoció a sí mismo en la frase de Saint-Simon que citaba: “Nunca fui un sujeto académico, pude deshacerme de escribir rápidamente”. Por sorpresa de todos, entonces se hizo retorcido y, ayudado por sus innumerables lecturas de autodidacta, que no debían nada a la Universidad, guardaba bajo su mirada inalterada una frescura inigualable, hablaba de todo —fuera de las ciencias, que desconocía—, y muy poco de los espectáculos, que despreciaba.

En la Chartreuse, Stendhal había sumergido a un héroe del siglo XVI en las oscuridades del siglo XIX. Él se veía como un hombre del siglo XVIII que había caído en el “peor de los mundos posibles”, decía, un mundo sin memoria, a veces “rancio” [ moisi ] (adjetivo al que imprimía un brillo paradójico), a veces consumido por el presente, oscilante entre el frenesí y la neurastenia, y finalmente ridículo. Último avatar de Cagliostro, había vivido “los años alrededor de 1780” evocados por Talleyrand, y conocía “el placer de vivir”.

Como venía de otro sitio, los xenófobos se le echaron encima. Dado que no era de ninguna Academia, sólo se tenía a sí mismo y sus trucos para oponerse. Estaba constantemente en guardia. Ni un temblor del mundo literario que él debía observar con ninguna lupa. Siempre despierto, nada escapaba a su vigilancia, consultaba los tratados de los estrategas chinos y trazaba sus planes. Fuerza intrigas y tretas. Era porque hacía la guerra, la del gusto, como la llamaba tan acertadamente. Cuando empezó, había reunido a su alrededor a una brigada, pero rápidamente se disolvió. Lo cierto es que no tenía tropas. “Tan solo como he estado siempre en mi relación con la causa analítica…”, escribió Lacan. La palabra era cierta para él: llevaba solo su barca.

Sin embargo, le gustaba ser querido. Y como la falsa modestia no era su estilo (como Lacan, de nuevo), fue el primero de sus admiradores. Estaba convencido de que Lacan le amaba, y Jean-Paul II, y las hadas, como le había susurrado André Breton. Sin embargo, nadie era menos infatuado que él, era demasiado travieso y lindo para ello, pero llegó arriba con sencillez. Sólo le vi amargado cuando hablaba del desprecio que la Universidad tenía por él, y la falta de notoriedad internacional que sí habían adquirido Derrida y Kristeva. ¿Pero quién le igualó con la pluma en la mano? Redondeado en su feudo, el francés, “lengua real” como decía Céline, ignoró el “fotuto galimatías de los alrededores”. De hecho, se bastaba a sí mismo: “Yo: yo, digo, y ya es suficiente.”

No era uno de esos novelistas donde abundan los personajes. personajes, sólo tenía uno: él mismo. Este Fregoli cambió el color de sus ojos, el de su pelo, su edad, su profesión, su nacionalidad, su casa, su amante, sus hábitos, talmente Grial, pretexto de la historia, pero siempre era lo mismo que contaba la fábula. La fórmula se notaba especialmente en las novelas breves que desde L’Étoile des amants, de 2002, entregaba al público a principios de cada año. Cuando publicó sus memorias, fue bajo el título Un vrai roman. De hecho, eran sus novelas las que eran sus memorias. Presumía de sus habilidades y facecias, y engañaba a sus triunfos. Sin lágrimas, sin arrepentimientos, y menos negaciones: risas y sonrisas.

Creo que fue un auténtico novelista en sus ensayos y críticas, mal llamadas así, porque sólo escribió elogios. Allí abundaban los personajes, surgidos de su inmensa cultura, y formando una gloriosa comedia humana. Cuando tenía que pintar un retrato, no se molestaba con ningún circunloquio, saltaba de pies in medias nada, se sentía como en casa, removiendo, multiplicando visiones insólitas, escogiendo citas con un tacto exquisito, que te hacía leer con una mirada nueva. De metamorfosis en metamorfosis, el sujeto sólo se perdía por volver a nacer, distinto a la postre de aquel que te habían enseñado que era. Era una pesca milagrosa cada vez. Yo tenía una afición especial por sus columnas en Le Monde donde, semana tras semana, renovó la figura de los clásicos. A ti y por ti, con los más severos y más frecuentes, te los hizo apasionantes, te los devolvió a la vida.

Así se volcó en no menos de cuatro obras maestras, La guerre du goût, Éloge del infinio, Discours parfait, Fugues, un grueso de unas 4.000 páginas (las he contado). Yo lo había leído casi todo, y releía un pedazo u otro cuando debía ponerme en marcha, de la misma manera que, decía él, leía unas páginas de Voltaire o escuchaba a Mozart antes de coger la pluma (sólo escribía a mano).

Coda: siempre joven, nunca escribió una línea que fuera de ultratumba.

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Publicado en la web Sinthomaycultura, del Programa de lectura e investigación El psicoanálisis en la cultura del CIEC

Traducción de Miquel Bassols para Ciutat de les Lletres

Publicado en École de la Cause Freudienne